Estoy levantando mis escombros acomodando
el rompecabezas de mi mente; con el brío del viento sobre los árboles y el sol
de las 3 de tarde, los recuerdos atados a la muñeca, para no olvidarme, para
pisar de nuevo con más fuerza, para saltar con más cuidado, para sonreirle al
otro que pasa, al otro que no soy yo, para darle la mano a un perro o
arrodillarme en una capilla aunque no crea en ese dios, aunque carezca de
sentido.
La noche te regala la calma de la soledad,
el sosiego de tus pensamientos, la visita de tus fantasmas ese aliento de
ausencia que te arropa.
Me contemplo en el vaivén de las hojas,
frágiles y hermosas, susurrando, siempre susurrando, siempre algo lejano,
siempre mudo como el sonoro canto del río que fluye siempre sobre las rocas y pese
a ellas y para ellas.
Me gusta el orgasmo de las chicharras en
verano con esa sensación de muerte triste y hermosa acompañándolo, por eso
lloramos o reímos o nos contemplamos, para no olvidarnos de la muerte, para
saber que estamos, aunque sea un segundo, unidos para siempre y luego nada;
luego de nuevo la soledad de un cuerpo; ellas, las chicharras, no sabrán jamás este doloroso
destino, no sentirán la tristeza del cuerpo que fuiste, no contemplarán el
abismo en los ojos del otro, no darán la mano a un perro ni pasearán a las tres
de la tarde, no necesitan atarse a la muñeca el señuelo de sus pensamientos,
porque no lo necesitan, porque son el sonido del viento, el árbol que canta, el
fluir del río, las hojas que caen y la muerte que las acoge.
2 comentarios:
Quien fuese chicharra, una muerte feliz asegurada.
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