lunes, 28 de febrero de 2011

Regresión

Me duele la panza, me siento mareada, no encuentro mi pluma y he vuelto a sentir que las malditas redes sociales sólo sirven para jodernos la existencia.

Estoy sentada metafóricamente en mi pupitre de madera, sola a la hora del recreo,
miro de frente y siento de nuevo como se me rompe el corazón, era un niño de ojos marrones con apellido árabe, me gustaba verle, tampoco a él le dije nada, sólo que en aquel entonces eran los pasillos del colegio los que hacían el trabajo sucio, una vuelta equivocada y todo ese cariño derramado sobre tu camisa blanca de lunes patrio. Nada quita esas manchas, ni siquiera el vinagre bien aplicado.

Recuerdo haber caminado lento de espaldas sin dejar de verles, recuerdo que al dar la vuelta algo latía en todo mi cuerpo, recuerdo las ganas de vomitar y el aleteo de una serpiente en mi pecho, recuerdo correr de vuelta al salón de clases, con las ganas olvidadas de ir al baño o las ganas enormes de verle o las ganas y ya.

El caso es que no gané nada, como ahora me conformé con verle de lejos, con ser su amiga, (vaya que puta soy) me doy risa, o vergüenza, o ambas; quizá más vergüenza que otra cosa.

Hoy sentada frente al monitor he vuelto verme en aquel pupitre sin saber llorar, solo ahí mirando un horizonte que se va desvaneciendo y las voces de los que entran y la clase que sigue y la que sigue y la hora de salida y todo como si le hubiesen puesto un aparato al reloj y las horas transcurrieran como segundos y yo no lo notara, como si se formara todo en un sueño horrible y despertara de nuevo en casa del abuelo, a los diez años, con el corazón roto, escondida debajo de la mesa, soñando con algo que no vendría, con algo que aún no se que es, con la certeza de que mañana será… así con puntos suspensivos.

Me recuerdo en solitario entre la mesa de caoba en casa del abuelo, debajo de ella, entre las patas de las sillas olorosas a madera y los chicles pegados por años que regalaban una cúpula celeste plagada de estrellas de colores y formas distintas algunas ya apunto de desintegrarse en alguna supernova sabor tutifruti.


Recuerdo pasar muchas horas inventando fantasmas que me acompañaron por años en esa casona vieja llena de recuerdos y secretos. los secretos, te los topabas diario en aquellas épocas, yo misma resguarde varias cosas en esos rincones.

Me tiemblan las manos y se me ha quitado el hambre igual que entonces, algo como un bat está golpeando mi cabeza repetidas veces.

El secreto guardado, las ventaneas oscuras, los árboles del patio, la casa vecina y aquel niño de ojos profundos aventando piedritas a los gatos, o montando en bicicleta o jugando alguna cosa sobre la hierva.

Luego me pregunto ¿por qué pasaba tanto tiempo sola entre tantas cosas viejas? ¿por qué gustaba de mirar por los ventanales de la sala café y saber que iba a llover por el simple movimiento de las ramas de los pinos?

luego me respondo: la bicicleta, el autobús compartido, las visitas a la casa de los amigos, todo implicaba sentarme lejos de él a su lado, escucharle hablar de su vida, conocer los nombres de sus autos diminutos, saber golpearle exactamente cuando era debido en aquel juego de atraparnos, saber que me abrazaría tarde o temprano aunque fuera solo para pasarme el turno de ser la predadora. Y sin embargo me dolía, todo aquello era profundamente triste, exactamente como lo es ahora que te leo con esas palabras que he estado esperando todo este tiempo, esa simple frase indirecta, dos signos lingüísticos que bien podrían no representar nada, y sin embargo al verles ahí por si mismos bajo la penosa marca de otro nombre son una sentencia, una ejecución donde el verdugo involuntario ha dejado caer la guillotina.

Dos palabras que no significan, que me recuerdan la mortal y dura caída de una cabeza con siete segundos de consciencia, en los que, poco les parecerá saber que, es tiempo suficiente para que al rodar sobre el suelo, esa cabeza se de cuenta que ha sido separada de su cuerpo.

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